La Iglesia confiesa que el amor que hay entre el Padre y el Hijo no es otro que el Espíritu Santo, el que hace realidad el amor, la vida, la plenitud, la perfección y la fidelidad a Jesús. El Espíritu Santo infunde en la Iglesia y en el corazón de cada cristiano los dones y carismas que le capacitan a la comunidad eclesial y al cristiano ser la perfecta imagen del Señor Jesús.
La vida se acaba, pero no nuestra esperanza de una vida que esté más allá de lo que vemos y vivimos en este mundo. Jesús colma las aspiraciones humanas de una vida plena, perfecta y sin fin: a eso le llamamos paraíso y es nuestro destino definitivo.
La muerte no es el final ni el destino definitivo del hombre, de eso nos da muestras Jesús quien, después de muerto, resucitó para gozar la vida perfecta que viene de Dios. Nuestro destino también es la resurrección para vivir eternamente con Él.
La vida es un continuo caer y levantarse del pecado, para ello nos auxilia la gracia de Dios. Pero cuando morimos si no hemos alcanzado la madurez de Cristo, hemos de purificarnos mediante el fuerte deseo del amor que se alimenta en el purgatorio.