Cuando Jesús estaba a punto de regresar a la casa del Padre les prometió a sus apóstoles que ellos jamás estarían solos; que él no los abandonaba, sino que así como él había sido un abogado para ellos delante del Padre, así el Padre les enviaría otro abogado, pero este abogado sería para ellos consuelo, descanso y delicia en este mundo: fue así como Dios coronó la obra de su Hijo Jesús, enviándonos al Espíritu de su amor, para que nos dirigiera y guiara, y así, llevarnos seguros a su encuentro.
La Iglesia confiesa que el amor que hay entre el Padre y el Hijo no es otro que el Espíritu Santo, el que hace realidad el amor, la vida, la plenitud, la perfección y la fidelidad a Jesús. El Espíritu Santo infunde en la Iglesia y en el corazón de cada cristiano los dones y carismas que le capaci...
La vida se acaba, pero no nuestra esperanza de una vida que esté más allá de lo que vemos y vivimos en este mundo. Jesús colma las aspiraciones humanas de una vida plena, perfecta y sin fin: a eso le llamamos paraíso y es nuestro destino definitivo.
La muerte no es el final ni el destino definitivo del hombre, de eso nos da muestras Jesús quien, después de muerto, resucitó para gozar la vida perfecta que viene de Dios. Nuestro destino también es la resurrección para vivir eternamente con Él.